Una argentina suelta en Nueva York (parte 1)

En 2016 viajé a Estados Unidos por primera vez. Este viaje era especial: me iba por un mes y medio, completamente sola, a estudiar a Boston. Fue un viaje planeado y soñado por casi dos años, para el cual ahorré todo lo que más pude: sabía que no me iba a privar de nada.  

Mis abuelos me llevaron al aeropuerto y los despedí con lágrimas en los ojos. Estaba nerviosa, pero sobre todo ansiosa, con mil dudas sobre si iba a poder sobrevivir sola, en un país que no hablaba mi lengua y en donde no conocía a nadie. Pero crucé migraciones decidida, segura de que ese viaje me iba a demostrar de todo lo que era capaz.

Después de un viaje de 12 hrs tranquilo llegué al aeropuerto JFK de Nueva York. El JohnF. Kennedy es uno de los aeropuertos más transitados del mundo: sólo en el año 2000, dirigió un promedio de 50.000 pasajeros internacionales al día. Me sentía chiquita en un mar de gente que iba y venía segura, mientras yo no sabía para donde dirigirme.

Personas provenientes de todo el mundo se dirían a los destinos más variados; otros recién llegaban y estaban igual de perdidos que yo. Después de preguntarle a un guardia cual de todas esas puertas me llevaba a la salida, fui a buscar un taxi.


Nueva York tiene alrededor de 2.4 millones de ciudadanos afroamericanos. Aunque ellos están acostumbrados a la diversidad cultural, a mí me llamó la atención que el taxista fuera negro. Sin embargo, mi ansiedad interior y mis ganas de hablar inglés con un ciudadano norteamericano me hicieron cometer errores: le conté que era la primera vez que visitaba su país y mientras me charlaba, el joven taxista aprovechó para hacerme el viaje más largo de lo normal y cobrarme una suma mucho mayor a la normal. El recorrido me costó cien dólares, una fortuna que tuve que pagar sin peros, porque mi capacidad de negociación es nula.

Luego de prácticamente regalarle al taxista media billetera, me bajé del taxi en la puerta del hostel. El joven que me atendió era latino, y desde el primer minuto intentó seducirme, pero estaba tan cansada y acalorada que lo ignoré. Sin embargo, tuve que comerme el orgullo para pedirle que por favor me suba la valija. El ascensor no andaba y mi habitación estaba en el tercer piso.


Dejé las cosas, me puse un short y salí a mi primera aventura: comprarme un celular, resolver unos temas bancarios en una sucursal del Chase y si sobraba tiempo, recorrer un poco NYC. 

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